lunes, 28 de julio de 2008

LA INTERTEXTUALIDAD

La trampa estaba tendida. Después de meses de infructífero cortejo e insistente asedio, Pedro Caballero, el gordo y repugnante vago del pueblo, había conseguido obtener una cita con la pequeña Adria, quien a pesar de su reputación de ingenua y brincona, se negaba no sólo a caer en la garras de aquel grotesco y hablador remedo de Casanova, sino a quedar asimismo a merced de las malas (malísimas) lenguas que atragantan el chismorreo local.

Preparaba entonces Pedro el íntimo escenario en el comedor de su casa con tanto primor y empeño que no pudo menos que enfadarse cuando, después de dos horas de sacudir y limpiar aquí y allá, apareció en el reluciente plato de porcelana que tenía dispuesto para ella una rechoncha cucaracha: ahí, en todo el medio del plato que estrenaba y reservaba para su ansiada conquista. Pedro tuvo el cuidado de apartarla gentilmente con sus callosas manos, luego alejarla de la mesa y por último aplastarla en un lugar poco visible donde no ensuciara con sus inmundas entrañas día y medio de labor ininterrumpida.

Continuó pues alegremente su faena entre tarareando y cantando cuando, inesperadamente, volvió a aparecer en el mismo lugar, en el mismo plato, con la misma figura una nueva cucaracha la cual, despreocupadamente, movía sus largas antenas de aquí para allá. Pedro entre confuso y sorprendido repitió la operación con la cual dio fin a su primera cucaracha y viendo que ya faltaban menos de quince minutos para que la morena Adria se presentara finalmente en su apartamento, apuró a ultimar los detalles que terminarían dando el toque esperado. Pasaron un par de minutos más, un descuido y una nueva cucaracha en el apartamento, en la mesa, en el plato, en el quicio de Pedro. Más enervado que apremiado por el tiempo, Pedro repitió la operación de destierro, pero no fue más que dar la espalda a la mesa cuando en su lugar hizo presencia otra cucaracha igual de rechoncha, sucia y desafiante que las demás. La situación era intolerable.

Pasados diez minutos llegó Adria al apartamento, preocupada eso sí por haberse metido en semejante embrollo. La puerta estaba abierta, la estancia vacía. En una lustrosa mesa de acabado rústico adornada con flores y dispuesta con un solitario y brillante plato que lanzaba destellantes reflexiones, encontró una hoja de papel doblada con su nombre escrito en ella.

Pedro había escuchado por vez primera la voz de la sensatez.

viernes, 4 de julio de 2008

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Como un ojo negro, oscuro como el amor mismo, la vi permanecer por espacio de unos treinta segundos bajo el agua. Como infinidad de arterias, las indomables ondas de su cabellera daban la impresión de inyectarle sangre al redondel de su cabeza formando un ojo tétrico e indescifrable, infinito como una mandala. Pensaba en ella como una máquina de destrucción, como una mala señal, el advenimiento de la hora siniestra: eso era ella en esos momentos. En cámara lenta empezó a surgir, ella que llenaba de triste alegría el aire que respiraba, dándole un halo de todo a la existencia. Pasado un instante estuvo completamente de pié: el agua cubriéndola hasta debajo de la cintura.
Giró lenta y despreocupadamente hacia mí, diciéndome con su movimiento que su paz interior nunca fue ajena a mi presencia. Las magníficas caderas acariciadas por las puntas de su cabello mojado me saludaron con pereza y parsimonia, sin siquiera perturbar el aire que le rodeaba. La incidencia de la luz solar, la quietud que apaciguaba el escenario campestre me invitaron a quedarme inconsciente e irresuelto a huir, mientras sus senos se mostraban en un temprano cuarto creciente, pasando indiferentes a la plenitud de la luna llena y de vuelta al cuarto menguante. Mis ojos escalaron el camino que desde el torso lleva hasta sus ojos, para finalmente encontrarse con ese par de esferas pardas sobre las cuales no atiné sino a pensar que parecían ojos de muñeco de peluche.
Su mirada inexpresiva sostuvo suspendidos mis ojos por no sé cuánto tiempo y mi cerebro paralizado no dio orden más que respirar y vivir. De repente empezó a dirigirse hacia mí lenta y pasivamente, escurriendo agua por los cabellos, caminando atemporal y mecánica.
Su paso fue lento y sostenido, cubría el espacio que nos separaba indiferente a mis mentales intentos de escapatoria. Antes de llegar a mí había una pequeña roca incrustada en el suelo, justo sobre el vector que dibujaba su avanzada. La tropezó, pero surtió el traspié trazando tranquilamente la pendiente de la piedra con su pié izquierdo.
Cuando llegó hasta mí se detuvo en un gesto cansado y por fin pude ver algo más que sus ojos. Inhalaba pesada y quedamente el aire. Sus fosas nasales se abrían ligera y casi imperceptiblemente. Súbitamente un par de largas y húmedas manos cayeron pesadamente sobre mis hombros, como un tronco que cae solitario y silencioso en algún lugar de la selva. Su torso se inclina hacia mí y es ahora una mirada profunda y melancólica lo que llena mi campo visual. Mi existencia se limitaba en ese entonces al imperio de sus ojos y la palabra que susurró con una voz afectada de tristeza: “vértigo”.
El peso de su cuerpo, material a mi percepción desde ese instante, hizo deslizar las palmas de sus manos hasta sus muñecas y desde ahí siguió cayendo hasta cuando sus codos tocaron mis hombros. Cerró los ojos y besó mi frente.
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Decidido y osado como un piloto kamikaze