viernes, 4 de julio de 2008

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Como un ojo negro, oscuro como el amor mismo, la vi permanecer por espacio de unos treinta segundos bajo el agua. Como infinidad de arterias, las indomables ondas de su cabellera daban la impresión de inyectarle sangre al redondel de su cabeza formando un ojo tétrico e indescifrable, infinito como una mandala. Pensaba en ella como una máquina de destrucción, como una mala señal, el advenimiento de la hora siniestra: eso era ella en esos momentos. En cámara lenta empezó a surgir, ella que llenaba de triste alegría el aire que respiraba, dándole un halo de todo a la existencia. Pasado un instante estuvo completamente de pié: el agua cubriéndola hasta debajo de la cintura.
Giró lenta y despreocupadamente hacia mí, diciéndome con su movimiento que su paz interior nunca fue ajena a mi presencia. Las magníficas caderas acariciadas por las puntas de su cabello mojado me saludaron con pereza y parsimonia, sin siquiera perturbar el aire que le rodeaba. La incidencia de la luz solar, la quietud que apaciguaba el escenario campestre me invitaron a quedarme inconsciente e irresuelto a huir, mientras sus senos se mostraban en un temprano cuarto creciente, pasando indiferentes a la plenitud de la luna llena y de vuelta al cuarto menguante. Mis ojos escalaron el camino que desde el torso lleva hasta sus ojos, para finalmente encontrarse con ese par de esferas pardas sobre las cuales no atiné sino a pensar que parecían ojos de muñeco de peluche.
Su mirada inexpresiva sostuvo suspendidos mis ojos por no sé cuánto tiempo y mi cerebro paralizado no dio orden más que respirar y vivir. De repente empezó a dirigirse hacia mí lenta y pasivamente, escurriendo agua por los cabellos, caminando atemporal y mecánica.
Su paso fue lento y sostenido, cubría el espacio que nos separaba indiferente a mis mentales intentos de escapatoria. Antes de llegar a mí había una pequeña roca incrustada en el suelo, justo sobre el vector que dibujaba su avanzada. La tropezó, pero surtió el traspié trazando tranquilamente la pendiente de la piedra con su pié izquierdo.
Cuando llegó hasta mí se detuvo en un gesto cansado y por fin pude ver algo más que sus ojos. Inhalaba pesada y quedamente el aire. Sus fosas nasales se abrían ligera y casi imperceptiblemente. Súbitamente un par de largas y húmedas manos cayeron pesadamente sobre mis hombros, como un tronco que cae solitario y silencioso en algún lugar de la selva. Su torso se inclina hacia mí y es ahora una mirada profunda y melancólica lo que llena mi campo visual. Mi existencia se limitaba en ese entonces al imperio de sus ojos y la palabra que susurró con una voz afectada de tristeza: “vértigo”.
El peso de su cuerpo, material a mi percepción desde ese instante, hizo deslizar las palmas de sus manos hasta sus muñecas y desde ahí siguió cayendo hasta cuando sus codos tocaron mis hombros. Cerró los ojos y besó mi frente.
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Decidido y osado como un piloto kamikaze

1 comentario:

Rejog dijo...

"vertigo"

...¿en donde he sentido esa tenue voz?

crudelitas animarum!!