miércoles, 25 de junio de 2008

Agudo, como el sonido de un viejo reactor que despierta de la inactividad con un repentino e inesperado chispazo, estalló en las sienes del hombre con febril desespero el milagro de la vida.

El sonido fue aumentando y aumentado ininterrumpidamente, escalando en un tono elevado que exacerbaba trepidante el sentido auditivo de aquel que sólo empezó a ser consiente de su nueva existencia ahí, en medio del burbujear afanoso que volvía espuma sus neuronas y que hacía hervir frenéticamente hasta el más inusitado rescoldo de su destrozado cuerpo.

El sonido convertido ya en ruido crecía terco e insuperable a cualquier otra sensación física y alcanzó un tono tan alto que hizo vibrar los pabellones de sus orejas violenta pero imperceptiblemente, y fue en ese punto donde ya no lo pudo soportar más y quiso gritar, liberar de algún modo algo de esa tensión que lo agobiaba, pero no hubo sonido que él pudiera emitir ni mucho menos pudo encontrar boca que lo reprodujera, como si no fuera dueño del momento que acontecía, ajeno a intervenir en esa tronante sucesión de eventos. Fue en ese preciso instante en el cual su oído no pudo aguantar más la arremetida de aquella agreste acústica desbocada.

Ahí, en ese mismo instante vio la luz.

Empezó como un pequeño punto blanco en todo el centro de la negrura que nublaba su visión, luego empezó a brillar y a oscilar en sus bordes, como si aquel ruido demencial produjera ondas en él, como si fuera un pequeño sol en llamas: una estrella que no se resigna a perecer. Las oscilaciones aumentaron en nodo y frecuencia de segundo a instante hasta alcanzar una velocidad tan absurda que fatigaron el cerebro de aquel remedo de ángel caído y produjeron tal mareo y saturación que el hombre se sintió desfallecer, justo en el momento en que una ínfima y nueva explosión desde su mismo centro inundara el vacío casi absoluto, llenándolo decididamente de aquella dolorosa blancura que asediaba el inexistente esteticismo que reina en toda oscuridad.

Aquella luz asaltó creciente e invasiva como un cáncer de bíblico designio el segundo sentido adquirido, tragándose el sonido, el tiempo, el vacío; antípoda del agujero negro, inundaba de existencia la quietud de la ausencia. La reverberación acústica se fue haciendo tenue, inexistente y por último fatua, aullando en un agonizante ulular de tubería vieja y oxidada, chapoteando infructuosamente mientras el vórtice divino de la materialidad lo succionaba prepotente y eterno.

El ruido se detuvo por fin con una estocada seca y abrupta sin más réplica ni protesta, como el cascar de una nuez.

Silencio…

El hombre decidió descansar, pues el dolor proporcionado por aquella primera arremetida había fatigado todo lo que hasta ese momento era su material ser. El tiempo transcurría sin celeridad ni unidad horaria capaz de describirle.

Silencio…

“¿Cuánto habré de esperar?” Pensó, resumiendo su primer acto intelectivo consciente en la sumisión ante el aburrimiento. La quietud, el discurrir estático de este nuevo evento oponía un tanto de sentido reflexivo a la situación. Asentados sus pensamientos ante el incalculable instante del cual no parecía poder escapar, se encontró pensando en nada más que lo aburrido que estaba. Quería hallar un recuerdo, al menos una remembranza sobre la cual darle colores al asunto, imaginar así fuera algo tonto que le diera algún tinte de existencia a sí mismo, siquiera un suceso que pudiera existir por sí solo inexistente e inimaginado, pero halló con una tremenda tristeza y desasosiego, que no había nada, absolutamente nada de dónde escarbar. Aquel blanco que lo llenaba todo era una burlona evidencia de que la misma existencia de paredes evidencia materialidad, presencia de la voluntad humana.

Su situación estacionaria, de satélite de sí y de su propia existencia empezó a incomodarle: sin un mundo en qué vivir, sin colores, olores ni una triste textura de la cual aferrarse, la psique de hombre empezó a generar corto circuitos que volvían sus de por sí pocos y carentes de contenido pensamientos en espasmódicas y nimias tormentas de angustia que le taladraban el alma.

El horror producido por el verdadero silencio, el verdadero vacío y la única soledad tiene un efecto sofocante: El cerebro humano se espanta y sobreviene el delirio, el afán de vivir, de respirar, de asir esperanza… sentir esperanza. Cargado de sufrimiento y del suplicio que supone ver satisfecho por fin el tonto deseo adolescente de encontrarse cara a cara con la soledad, el hombre se halló pensándose a sí mismo irreparablemente abandonado, justo antes de percatarse de aquel nuevo susurro, como si el recuerdo de un viejo tren de vapor acercándose a la estación danzara en sus oídos.

Se acercaba rápido, en un creciente y violento rumor.

Alternando de oreja a oreja en intervalos fugaces y desvanecientes, acortando el espacio entre susurro y susurro se iba acortando, oscilando como el péndulo de Foucault, se vino acercando un sonido de voces que se le antojaban de alguna forma familiares; le fue llegando a los pabellones de sus orejas en un rumor que se convirtió en estampida, bombardeando sus nervios de sonidos ininteligibles de los cuales sólo pudo captar en un principio uno que otro monosílabo, tornándose luego en palabras y luego en frases inconexas.

suspira, suspira, suspira” decía una voz alegre y femenina, afectada de ecos e inflexiones ocasionales. Voces y más voces parecían chillar palabras sin sentido.

“suspira, suspira, suspira… ohhhhhhhhhhhh!” repitió la voz, agregando una corta pausa en la cual el hombre alcanzó a captar el sonido de una profunda y feliz inspiración, acompañada luego de una larga y dulce exhalación.

“suspira, suspira, suspira” la voz empezó a tornarse en un coro, un clamor… una súplica que invitaba al hombre a suspirar, a celebrar el aire, a inflar de naturaleza los pulmones, a suspirar por amor a la vida.

Pausa… inhalación.

Un tic nervioso y frío, rápido como las malas noticias, invadió con un vertiginoso descender de montaña rusa todo el camino que desde los tuétanos hasta la médula flanquea el espinazo, estrellándose, dándole noticia a aquel amasijo de carne magullada y huesos rotos del estremecimiento que supone el choque de vida inyectado a un cuerpo recién caído en este sórdido e indiferente asfalto. De repente, como una alucinación borrosa y distante, la blancura en la cual estaba sumido empezó a ondear, como estuviese hecha de agua y alguien hubiese dejado caer una gota ahí, en todo el centro de la vida misma.

Las ondas se movían alegremente, como invitando a sumergirse en ellas, y así perduró por un instante hasta cuando los pulmones del hombre no pudieron contener más de aquella divina y decisiva primera inspiración, y fueron vaciándose lenta y ceremoniosamente, dejando salir el aire con un melancólico soplo de despedida.

La segunda inspiración fue larga y meditabunda. Cuando ya vino el momento de dejarla salir, las ondas de la blancura que lo cubría todo se enervaron, excitadas por el segundo soplo de vida que se proyectaba hacia ellas.

La tercera inspiración vino acompañada del sonido del trueno, sobreviniéndole a la exhalación aquel agónico ulular que apagó a la primera arremetida acústica, pero no dándole mayor movimiento a las ondas, sino destellos, explosiones periódicas de luz que herían los ojos del hombre. Con cada inhalación y exhalación aumentaba el susurro, las explosiones de luz, el vacilar de ondas y una perversa punzada en los pulmones que empezaban a doler a medida que aumentaba su rítmico respirar. Ahora sentía mareos, náuseas, justo como si lo hubieran arrojado adentro de una lavadora o si lo hubieran amarrado al eje de una ruleta.

Una segunda explosión atronó dentro del cuerpo del hombre y fue esta vez un lento y cosquilloso calambre el que recorrió todo su cuerpo, lo agitó como choque eléctrico y le dejó la sensación de tener hormigas bailando bajo las yemas de los dedos.

El tercer impacto dejó todo de nuevo en silencio, la imagen de ondas y destellos de luz se detuvo y fue reemplazada por la borrosa imagen de una pequeña fogata que se consumía ante sus ojos.

viernes, 20 de junio de 2008

Todos nos reunimos con cierta regularidad en el iguana bar después de pasada la tarde. Entre semana la cosa es más bien de tomarse uno o dos scotchs dobles, conversar con Frankie y escuchar un poco de música de la rockola. De vez en vez consigues flirtear con alguna de esas sexi-ejecutivas y abogadas que se sientan alrededor de media hora con el mismo vaso de licor, o en el peor de los casos, uno de esos asquerosos cocteles. No es difícil llevar a una de esas a la cama, sólo hay que entablar un poco de conversación, ganar algo de confianza y cuando ya hayan tomado el cuarto trago retarlas a tomar algo de tequila. Eso las envalentona. Después sólo hay que demostrarles el poder de tus bolas y preparase para lastimar al marido en caso de que aparezca justo en el momento en que más disfrutas perjudicar a su esposa. A veces no tienen marido pero eso no es divertido. Las mujeres casadas son todas unas pervertidas.

Mañana sábado Guy va a tocar algo nuevo. Jackie lo va a acompañar en la guitarra tal como yo se los sugerí. Eso va a estar interesante porque yo he oído a mi embolador tocar y lo hace de manera fenomenal: se retuerce, gime, gesticula, abraza su guitarra y pega la cabeza al hombro cuando siente que sus solos lo llevan al cielo. De eso conversábamos justamente ayer y me decía una y otra vez que la guitarra es la vida, que es como respirar. Recuerdo la historia: Jackie, venido de Alabama que es la tierra de donde provienen los all american negros por excelencia, aprendió a tocar desde la edad de diez años en una vieja estación de tren abandonada donde vivía Tadheus, un viejo botones de tez oscura que vivía en uno de los vagones que permanecían ahí cayéndose de la herrumbre y que subsistía de una modesta pensión otorgada tras toda una vida de atender a los caprichosos pasajeros del Lady Missouri, aquella gigantesca bomba de vapor cuya vida útil expiró el mismo día en que crazy old Tadheus cumplió con sus años de servicio. Se vieron por vez primera el día en que el humilde Jackie ponía pie por primera vez dentro de un tren. Iban al entierro de la tía Ann-Sue, Mary-Ann o como sea que se llamara. Tuvieron una buena primera impresión: Jackie lloraba por no sé qué asunto y Tadheus violaba a su madre con la mirada ¡Vaya forma de empezar una amistad! Ese fue el último viaje del Lady.

Era una de esas tardes soleadas. Jackie bordeaba distraídamente el gran Missisipi observando los vapores que iban y venían, los mismos vapores que en algún tiempo inspiraron a Twain y le instruyeron en los oficios fluviales. Jackie debió ser alguna especie de Huckleberry Finn en su tiempo, talvez tanta aventura infantil fue lo que le llevó al vagón de crazy a buscar qué sé yo. El hecho es que todo el mundo temía al viejo morocho desde el día en que decidió echar a la policía local de los alrededores de sus dominios -nunca más volvieron- al azuzarles a su camada de Pitt Bulls por haberles ellos pedido entrar a su vagón para buscar no sé qué cuerpo desaparecido de una vieja prestamista del centro del pueblo. Me dijo que llegó caminando por encima de los vagones, atraído por una extraña y burda música que crazy tocaba en una hermosa Gibson color azul oscuro. En letra cursiva de color plateado, en el mástil, se leía claramente el nombre de su amante: Lucille. Ese era el nombre de su guitarra.

Jackie, sentado en el techo de un vagón situado a unos tres metros de donde Tadheus y los mastines a sus pies asimismo escuchaban como en trance la agonizante voz acompasada de las dulces y melodiosas notas que crazy y Lucille emitían en su eterno llanto de negro sobreexplotado, agotado, doliente y por siempre ciudadano del triste progreso obrero que hace grande a toda nación. El llanto se prolongó por más de una hora ininterrumpida en una sola canción conformada por un mosaico de tonadas aprendidas a lo largo de sus años de servicio en los vagones en los que los negros viajeros compartían sin envidias ni solemnidades de derechos de autor sus composiciones originales o en algún lado aprendidas. A veces cuando lo recuerda, Jackie canta algunos fragmentos de aquella canción única que va más o menos así:

“Ohhhhh, mamma, mamma, don’t you talk me back.

‘cause I’m swimin’ thru the river o’ Babylon.

Meet me back to your breast, oh cum’ on baby

‘cause I ain’t never over dying all night long.

Baby, baby, baby, babe… I ain’t over raining tears

But I’ll be there for you three years

then I’ll be running back home”.

Cuando ya hubo terminado su réquiem, Tadheus abrió por fin los ojos -porque al momento de tocar a Lucille los mantiene cerrados de principio a fin- al mismo tiempo que los canes, y como si fueran uno sólo, posaron la mirada en el pequeño intruso. Fue darse cuenta de que el niño aún permanecía alelado por las tonadas lo que hizo que crazy permaneciera en silencio y expectante -igual que los perros- como esperando el espanto y consecuente huida del crío.

“El viejo Guy Beausoleil (cuando no era tan viejo) estaba un día en el Iguana Bar. Llevaría más de quince minutos ahí sentado cuando, sin ningún motivo, sacó su vieja armónica (la que robó cuando sólo tenía siete años) y empezó a tocar una tonada que aprendió en uno de aquellos bares estilo New Orleáns. Era música para callar, para mirar al fondo del vaso de whisky y pensar en el día tan pesado que tuviste que pasar, en el angustioso pasado, en el incierto futuro –pero nuestro futuro no es nada incierto, eh?-, en lo terrible que es la vida. Guy Beausoleil cantaba a la vida, a la vida real y su armónica, esa armónica que te regalé para tu cumpleaños, rasgaba el ambiente con sus notas metálicas, mientras el barman, Frankie Quinn padre, observaba aterrado cómo la melodía sumía lenta y pesadamente a él y al público en un vaporoso letargo que enralecía los movimientos de cada uno poco a poco… poco a poco. Beausoleil no se detenía: cantaba y cantaba y el público ahogaba sus penas en más y más licor. En algún momento, algún desconocido entró al Iguana, pasó por entre el público, observando con curiosidad la sofocante escena, se sentó en la barra y le pidió, a Quinn padre, ¡un bloody mary! Éste sin inmutarse le dijo “ve a casa, chico” y ante la arrogante negativa de aquél, se limitó a decir “si quieres un bloody mary, ve al Quick-e mart y compra tus propios tomates. Aquí servimos licor, bebida para hombres.”, el chico hace amago de replicar, pero la mirada de un Quinn voltea trenes. El chico pide un Wild Turkey, Frankie padre levanta una ceja y se lo sirve sin replicar. El chico alarga el primer trago y un terremoto de 6.5 recorre su cuerpo de espantapájaros de rancho pobre. Un minuto después está mirando fija y como que rencorosamente a Beausoleil y le grita “¡calla esa bazofia!” y Beausoleil sólo toca y canta y empaña el ambiente con sus notas del sur, de la esclavitud, de la segregación, y el chico golpea la barra con su copa prematuramente vacía de turkey y grita “¡eh, anciano! Otra. Sírvelo doble… triple… trae la botella” Frankie padre mira a Beausoleil, que lo mira asimismo y mira al chico y mira a Bausoleil y mira al chico y mira a los clientes y hace un inventario mental de quién es y quién no es y mira de nuevo a Beausoleil y al chico y hacia la puerta y a Beausoleil y el chico que se impacienta y le dice, tomándolo de la corbata (porque los Quinn siempre usan corbata) “¿acaso mi dinero no vale?. Ve y trae esa botella antes de que tenga que verme en la obligación de golpearte”, Frankie padre asiente solícito y en vez de sacar una botella se dirige hacia la puerta y mete una mano en el bolsillo derecho del pantalón y saca su juego de llaves (tenía muchas llaves) y lentamente escoge una y el chico que tiene la vista vuelta hacia Beausoleil y grita, más duro esta vez “calla esa mierda. Eso es de negros. ¿Es que acaso eres negro? Vamos NEGRO, habla.” Beausoleil a esta altura de la canción está tan emocionado que no se da cuenta de que, por primera y seguro única vez en su vida alguien lo vería llorar en público y canta y toca y oxida y ennegrece el ambiente y luego, de repente se detiene. Camina hacia la barra, el chico lo mira indiferente y Guy Beausoleil, la leyenda misma, ase su armónica como un puñal y golpea al chico en la oreja derecha con tal violencia que el instrumento se abolla del lado en que lo hirió, y luego pone su armónica sobre la barra y con la misma lentitud con la que se cepillaría los dientes saca de su Jersey un anillo de cuatro dedos y se lo pone con esa delicadeza tan suya y lo golpea en la frente y el chico que cae de espaldas sobre otro cliente que no sería nadie más que “el pimp” Rodríguez, el cual lo empuja hacia las mesas y Beausoleil toma una silla y lo golpea con tal fiereza que (dicen) que quedó sólo con el espaldar en las manos, y luego saltó sobre él y empezó a golpearlo ¡así! ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!, y le decía con su voz de saxo “don’t u’ fuckin’ mess with my music”